El niño sin brazos

Esta tarde fui a un control médico. Afortunadamente, estoy bien. Escapé del desastre a tiempo, y aunque fue un proceso largo y doloroso, salí victoriosa, saludable y sin secuelas.

 Mientras esperaba mi turno, vi correr por la sala de espera a un niño que no tenía brazos. Nunca había visto a alguien tan feliz dentro del lugar más triste del mundo. Iba y venía, tomaba agua del bebedero y seguía en su correteo incesante.  Su madre se sentó cerca de mí y me empezó a hacer preguntas sobre el doctor. Amablemente le respondí, porque conozco muy bien esa sensación de ser la persona nueva del lugar, donde no se sabe lo que sucederá.

Al rato, el niño se cansó de dar vueltas y se sentó al lado mío. Vio que estaba utilizando mi teléfono y comenzó una conversación interesante.

      ¾     ¿A qué juegas?
      ¾     A nada, solo estoy conversando.
      ¾     Pensé que estabas jugando. ¿Qué juegos tienes?
      ¾     Ninguno, los borré.
      ¾     ¿Y tienes fotos?
      ¾     Sí, eso sí, pero no sé si tenga fotos como para enseñarte. Veamos…

Comenzamos a revisar las fotos que tenía guardadas en la memoria del teléfono, donde justo encontré unas cuantas de mis vacaciones a Galápagos, de donde regresé hace un par de días. Junto con este niño recorrimos el mar, donde vimos islas llenas de tiburones y lobos marinos saltando. Luego hicimos un tour gastronómico lleno de pizzas, y arroz con muchas cosas diferentes. Podía notar como él estaba realmente entretenido con estas imágenes al azar de mi vida, y al terminarse las fotos, me preguntó si tenía videos o música. Le enseñé mis aburridas rutinas de ejercicios que llevé para entrenar durante el viaje y le dejé abierta la carpeta de música.

De broma en broma, este pequeño niño ya estaba haciendo de las suyas con sus muñones en mi teléfono. Sonreí y lo dejé seguir. En su muñón derecho tiene una cicatriz protuberante y larga, donde en su punta se ha formado una especie de callo. Ese callo simula la punta de un dedo, y él se vale de esto para presionar la pantalla táctil, se nota que es un chico hábil. Su madre sonreía muy orgullosa y me dijo que a su hijo le encantaba jugar con su teléfono, pero lo perdió hace un tiempo, y también me mencionó lo inquieto que es. Al parecer, al niño no le simpatizaron mis gustos musicales, porque al instante me entregó de vuelta mi aparato, acompañado por un “gracias” y una gran sonrisa. Luego de esto, intento saber un poco más de él.

       ¾     Oye, ¿cómo te llamas?
       ¾     Alexander.
       ¾     ¿Cuántos años tienes?
       ¾     Ocho y vivo en La Florida. ¿Tienes piscina?
       ¾     Eh, no. ¿Y tú?
       ¾     Sí, pero mi mamá me la desinfló.
       ¾     Chuta, que pena. Pero al menos tú tienes una. Yo solo tengo la ducha.
       ¾     Pero en las fotos vi que tenías piscina.
       ¾     No, esas fotos no son de mi casa, son de mis amigos.
       ¾     Ahhh…

Se acercaba mi turno, pero la señora me preguntó si podía cuidar al niño y creo que no entendió mi “no” sutil. Así que se coló y pasó primera para dejarme ahí a este pequeño ser con ojos enormes y brillantes, con las pestañas perfectamente rizadas y una extraña marca en su cuello. Preferí no preguntar sobre esto. Le dije que se quedaría conmigo hasta que su madre salga y que esté tranquilo.

Mientras tanto, “Xander”, como le dice su madre, me preguntó qué tan lejos estaba del Malecón, porque iría con ella a pasear allá. Es su lugar favorito. Luego me contó que le sacaron sangre y me mostró la marca de la aguja en su brazo. Le pregunté si sintió miedo y me dijo que no. Le conté que a mí sí me da terror cuando me ponen inyecciones y coincidimos en que es mejor respirar hondo, y evitar mirar la aguja cuando llega la hora del pinchazo. Mi nuevo amigo salió corriendo por un periódico y me pidió que se lo “ponga bien”. Le ayudé a pasar las páginas, y al terminar, lo dobló de vuelta él mismo y lo dejó en el asiento. Una persona entró al consultorio y aprovechó ese segundo para correr hacia su madre.

Al rato salieron, y me dijo: “ya te toca, ¡anda! Chaoooo” y le respondí “¡Chao!”, y mientras esto sucedía, noté que su madre, quien venía detrás de él, cojeaba mucho y hacía un gran esfuerzo para caminar. Me entristecí un poco y pasé al consultorio.

Al entrar, empecé a ponerme al día en los chismes con mi doctor, ya que no lo veía hace un buen tiempo. Me contaba de la cirugía de rodilla que no consigue terminar de hacerse porque el destino no se lo permite, y me comentó que el equipo para revisar a los pacientes está averiado. Entonces dijo algo que hizo que la sangre se me baje al piso:

“Está dañado el lente del equipo, por eso no pude revisar a la señora que entró antes de ti, que al parecer tiene VIH.”

Solo asentí, pero cinco segundos después asimilé esa información en mi cerebro y pensé… Esa señora se va a morir y ese niño se va a quedar sin madre. ¡Qué tristeza! Pero tuve que retomar mi conversación con el doctor y dejé ese pensamiento de lado.

Al salir del lugar, agarré un taxi para ir a casa a descansar. En el momento  que llegué y me eché en la cama, terminé de atar cabos y la verdad me estalló como una bomba en la cara… ¡Hoy le sacaron sangre a ese niño! ¿Será que él también…? Pero, ¡Alexander! ¡Es un luchador! ¿Por qué la vida podría ponerse más difícil de lo que ya es? ¿Qué clase de karmas está pagando este niño? ¡Puta madre! Dios, ¡hazme entender!

…Y lloré.


Ese niñito sin brazos se llevó mi corazón.

Comentarios

  1. Hola, hacía muchisimo que no te leía. He llorado con tu relato, cosas así me generan muchas preguntas, no es justo.

    Un abrazo

    C. Arias

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